Un informe de una universidad privada muestra una caída de la performance del sistema tributario argentino, que tiene problemas para cumplir con sus objetivos de suficiencia y eficiencia; cómo es la estructura de las cargas fiscales, en qué se diferencia de otros países y cuáles son las señales de alerta
Un sistema altamente complejo, que prioriza extraer recursos para sostener un gasto que no responde a un plan concreto antes que el objetivo de ayudar a promover el crecimiento de la actividad económica y de la productividad. Esa definición surge de las conclusiones de un informe sobre el esquema impositivo de la Argentina, elaborado por el Centro de Estudios Tributarios de la Facultad de Ciencias Empresariales de la Universidad Austral. Más allá de esa descripción hecha por los autores a partir de mirar “la foto” de un momento (o la película de los últimos años), el estudio advierte sobre la falta de razones para ser optimistas hacia adelante.
¿Por qué? Porque, según se señala, para los actores políticos hay pocos incentivos para abandonar impuestos que son distorsivos (pero, muchas veces, fáciles de recaudar y con una participación significativa en los recursos totales), pese a un dato de la realidad muy conocido: el descontento de buena parte de la sociedad por la percepción de una elevada presión tributaria y por el creciente ritmo de suba de los precios, que agrega el efecto del “impuesto inflacionario”, dada la pérdida de valor de la moneda en la que se cobran los salarios y otros ingresos.
¿Qué es lo que, en todo caso, permite definir si la carga fiscal de un país es alta o no? ¿para qué sirven los impuestos en la teoría y cómo se desvían recursos en la práctica? ¿hasta qué punto se puede frenar la suba del gasto que se busca sostener? ¿por dónde debería comenzar un cambio? Tales pueden ser algunos disparadores para un debate de fondo, que tome como base varios indicadores. El informe, elaborado por el economista y docente Mauricio Grotz, con la colaboración de Ricardo Maidana, ubica a la Argentina con un nivel de recaudación tributaria de 29,9% del PBI, unos puntos por debajo del promedio de los países de la OCDE (33,7%) y muy por arriba de Estados de la región como Paraguay (13,8%), Perú (16,4%), o Chile (20,5%). Países vecinos como Uruguay y Brasil, con índices de 28,5% y 32,5%, no están tan lejanos en cuanto a ese indicador, de acuerdo con los datos, que están referidos al promedio del lustro de 2015 a 2019.
Con alta dispersión entre países, una pregunta que se impone es a qué se considera un nivel elevado de presión tributaria. “Para responder a este interrogante, en general la literatura relaciona el indicador con los niveles de desarrollo económico del país”, sostiene el informe. Entonces, como la Argentina es un país de ingresos medios, “los niveles de presión serían excesivos”: no están lejos de los de países que muestran altos niveles de producto bruto per cápita.
Un indicador en caída
El estudio de la Universidad Austral incluye un “índice de performance” que para el año 2020 se ubicó en 3,4 puntos (en una escala de 1 a 10), lo cual permite calificar al sistema de impuestos de la Argentina como uno que “logra parcialmente los objetivos” de suficiencia y eficiencia, casi al borde de caer en la categoría de “no logra sus objetivos”. El índice era de 4,8 puntos en 2005, cuando se había acercado bastante al casillero de los sistemas que “logran en gran medida los objetivos”.
Para cuantificar ese índice se le asignan valores a determinadas variables, que miden la suficiencia de lo recaudado frente a los compromisos del Estado (primera mala nota para la Argentina, que entre 1994 y 2020 solo tuvo un año, 2004, en el que la recaudación de impuestos superó el nivel de gastos, aunque también es cierto que es válido obtener recursos de otras fuentes y lograr, en conjunto, equilibrio o superávit) y la eficiencia del esquema tributario, para la cual se tienen en cuenta aspectos como su complejidad y su estructura, y también las alícuotas máximas de Ganancias, tanto de la carga sobre personas como sobre empresas.
¿Por qué Ganancias? Porque “es el impuesto que tiene las condiciones para ser considerado uno de los mejores, por su carácter progresivo y porque, al gravar las utilidades, no dificulta el desarrollo de las empresas [a diferencia de otros, cuyo diseño los aleja de ser un tributo que tenga en cuenta la capacidad contributiva)]”, según explicó Grotz en diálogo con LA NACION. De todas maneras, en el caso de la Argentina, la inflación distorsiona las bases imponibles y en los últimos años hubo diferentes políticas en cuanto a hacer (o no hacer) actualizaciones para evitar los efectos negativos. Ese aspecto, más las diferencias normativas en cuanto a qué ingresos quedan gravados, dificulta las comparaciones con otros países.
Cuestión de estructura
La estructura tributaria de la Argentina, según datos elaborados por la Universidad Austral, tiene como protagonistas a las cargas que pesan sobre los bienes y servicios (como el IVA, considerado regresivo por castigar con mayor fuerza a los sectores de menor poder adquisitivo): representan el 52,2% de la recaudación, contra el 32,7%de participación que tienen en los países de la OCDE –con economías más avanzadas-, donde la mayor porción de recursos (34,3%) es aportada por los tributos sobre los ingresos y las utilidades (como Ganancias).
En el promedio de América Latina y el Caribe, este último tipo de impuestos también reúne un porcentaje más significativo que en la Argentina (27% en ese conjunto de países, versus 18% en el caso de nuestro país). En el promedio de la región hay una menor participación tanto de los tributos sobre la propiedad (3,8% versus 9,1% en la Argentina), como de los que pesan sobre bienes y servicios (49,8% del total) y también de los aportes y contribuciones a la seguridad social.
Lo recaudado por este último concepto es en la Argentina, al menos en 2019 (los datos corresponden a ese año), el 20% del total, contra 25,7% de los países de la OCDE y 17,1% del promedio de América Latina. En este punto hay un aspecto crítico, tanto para las cuentas del sector público como para la sociedad, si se mira hacia adelante: según el informe de la Universidad Austral, entre 2004 y 2020 hubo una caída en la recaudación de los aportes y contribuciones, “que resulta preocupante en términos de sostenibilidad del sistema de jubilaciones y pensiones”.
Los pagos previsionales, de todas formas, se afrontan hoy casi en partes iguales con aportes específicos que provienen del mundo laboral y con recursos obtenidos de rentas generales (por ejemplo, el 11% del IVA, o la totalidad del impuesto a los créditos y débitos bancarios va a la seguridad social). Pero, en un contexto de déficit fiscal, eso no apaga las luces de alerta ya encendidas, sobre todo cuando por la mitad de los trabajadores actuales (sumando asalariados y cuentapropistas) hoy no hay aportes, y cuando el 65% de las jubilaciones que paga el sistema gestionado por la Anses -según datos de la Secretaría de Seguridad Social- fueron obtenidas por la adhesión a una moratoria de vigencia temporal (y sin previsión de recursos) y no porque sus titulares hayan reunido los requisitos exigidos por la ley.
Una revisión de cómo y en qué se gasta es algo que debería estar entre las tareas a hacer, si se buscara mejorar la performance del sistema tributario, que incide en la vida cotidiana y que, a su vez y según coinciden varios economistas y tributaristas, requiere de sus propias reformas, difíciles de encarar desde la política.
Un caso paradigmático es el de Ingresos Brutos, el impuesto que cobran las provincias y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y que recurrentemente es calificado como uno de los más distorsivos, porque no mide adecuadamente la capacidad contributiva de personas y empresas y porque, por la forma en que se cobra, va acumulando cargas en cada paso de los procesos de producción y comercialización, haciendo su “contribución”, finalmente, a agregarle dígitos a la inflación.
“Con Ingresos Brutos algo se intentó hacer [en cuanto a lograr una baja], con acuerdos fiscales que duraron muy poco; la realidad es que el impuesto se volvió el corazón de la recaudación de las provincias y ningún gobernador va a querer resignar recursos”, señala Grotz. En la gestión anterior, en 2017, el gobierno nacional y los gobiernos locales (con excepción de San Luis) habían firmado un pacto que llevaba, en un plazo de cinco años, a una reducción de alícuotas e, incluso, a la anulación de la carga para determinadas actividades. Pero lo firmado quedó suspendido al poco tiempo y, ya bajo la presidencia de Alberto Fernández se acordó un nuevo texto, que abandona formalmente aquel camino y habilita aumentos de la carga fiscal de manera bastante extendida.
Mientras tanto la inflación, creciente este año, le permite al Estado una mayor recaudación en pesos devaluados. “En términos económicos y sociales, hoy la inflación es el principal problema por las desigualdades que genera, y la causa está en las políticas del Gobierno”, puntualiza Grotz, que considera que se debe encontrar un camino que alivie el alza de precios para luego ver cómo mejorar la estructura del sistema tributario. “Hoy todas las variables están descontroladas; en lo impositivo, habría que cambiar lo distorsivo, como las retenciones [los derechos de exportación], Ingresos Brutos o el impuesto al cheque, que son los tributos que complican la vida económica de la gente”, señala.
Complejidad
Lo complicado no solo tiene que ver con el peso y el diseño de cada impuesto, sino también con la forma en que se recaudan. Según el informe “Ease of Doing Business” del Banco Mundial, desde 2014 la Argentina está en el puesto 170 (o cercano) entre 190 países en un ranking sobre complejidad de los sistemas. A partir de 2017 mejoró uno de los componentes de ese índice: el de la cantidad de horas que cada año deben dedicar las empresas al pago de impuestos. Pero eso, que tuvo que ver básicamente con la incorporación de modalidades digitales que avanzaron en todo el mundo, no alcanzó para mejorar la posición de nuestro país.
Ese informe también muestra que los montos a pagar por las empresas en concepto de impuestos pueden llegar a superar sus ganancias comerciales, “un problema que no estaría relacionado con el impuesto a las ganancias”, sino con otros tributos. Según las conclusiones del estudio hecho por la Universidad Austral, eso se condice con los diagnósticos que “dan cuenta de los serios problemas relacionados con la informalidad de las empresas, la elusión y la evasión impositiva”. Y, más allá de eso, es uno de los signos que indican que el objetivo de eficiencia no se cumple, en cuanto no se alientan inversiones productivas.
Enfocado en las ganancias llamadas “inesperadas”, desde el Gobierno se puso el foco en las últimas semanas en el diseño de un nuevo impuesto que aporte más recursos al Estado, que debe atender necesidades crecientes ante niveles de pobreza que no ceden. “Lo que pasa con ese tributo me parece muy ilustrativo de las conclusiones de nuestro informe -señala Grotz-. El sistema se ha vuelto extractivo, busca recursos para sostener los gastos, sin un plan para ver cómo hacemos para producir más, para crecer e incrementar la torta, que es lo que se debería hacer”.